martes, 29 de abril de 2008

Crítica literaria: Como agua para chocolate, Laura Esquivel


Como agua para chocolate: en busca de una genealogía perdida


Si echamos un vistazo a la producción narrativa escrita por mujeres en el ámbito hispánico e hispanoamericano desde los años setenta hasta nuestros días, comprobamos que es especialmente deslumbrante, se trata de un fenómeno que afecta a ambos lados del Atlántico y que se califica como «un tardío "boom" hispánico femenino». Son narradoras que se vinculan por características tales como la edad, el éxito editorial, la accesibilidad de sus obras al gran público, su relación con el periodismo y, en muchos casos, el cuestionamiento por parte de la crítica de la calidad literaria de sus novelas. La obra de autoras españolas como Monserrat Roig, Rosa Montero, Carme Riera, Esther Tusquets, Lourdes Ortiz, Soledad Puértolas, Maruja Torres o Almudena Grandes se inscribe dentro de esta eclosión de narrativa femenina, mientras que en Hispanoamérica destacan los nombres de las chilenas Isabel Allende y Marcela Serrano, la argentina Luisa Valenzuela, las puertorriqueñas Rosario Ferré y Ana Lydia Vega o las mexicanas Angeles Mastretta y Laura Esquivel.
Entre estas narradoras se pueden espigar una serie de constantes temáticas y estilísticas, fruto de un contexto cultural, generacional y vital, como por ejemplo los acontecimientos del Mayo francés de resonancia mundial, la represión cultural en sus países a causa de sistemas políticos totalitarios, la influencia de la cultura de masas, el cine, la música o la incidencia del ambiente feminista que se encontraba en pleno auge en los años setenta. Como resultado, los textos de estas mujeres se caracterizan por rasgos impugnadores que desarticulan el discurso dominante: la primacía de lo sensorial, lo erótico, la parodia e ironía, lo poético, la ambigüedad, la disolución de fronteras entre los géneros literarios, la reinterpretación de motivos filosóficos y culturales, la alteración de los esquemas femeninos tradicionales y la búsqueda, en mayor o menor medida, de una identidad perdida son constantes de esta narrativa.
Un ejemplo paradigmático de novela donde la reconstrucción del sujeto femenino se formula a partir de la recuperación simbólica de una genealogía es Como agua para chocolate (1989) de la mexicana Laura Esquivel. Esta reconciliación entre mujeres que supone el concepto de genealogía dará paso a un proceso de liberación a través de la rehabilitación de cauces simbólicos como el rol del cuerpo o el derecho a la voz y a la escritura como culminación de este proyecto de identidad.
Aproximación a una genealogía femenina


Desde un punto de vista teórico, la tendencia crítica conocida como «nuevo feminismo francés» se ha encargado de arrojar luz sobre el concepto de genealogía. La genealogía femenina se basa en la recuperación de las relaciones entre mujeres y sobre todo en el restablecimiento del lazo con la madre. Este vínculo ha sido devastado por la cultura patriarcal que se asienta sobre la base de un matricidio. Si bien es cierto que lo que más se ha criticado al nuevo feminismo francés es su alejamiento de la realidad por ser muy interpretativo y teórico, algunas de sus propuestas resultan productivas para aplicarlas al análisis de diversas obras escritas por mujeres. En el caso que nos ocupa, la proyección del concepto de genealogía se dirige hacia diversos frentes: por un lado, se indaga en los antecedentes simbólicos e históricos que unen a las mujeres entre sí y por otro, se recupera la relación de la mujer con la maternidad en toda su extensión.
En la narrativa femenina escrita en México, la práctica genealógica se concreta a partir de 1968 (año que genera un cambio abrupto en la narrativa a causa de la Matanza de Tlatelolco) en obras donde se buscan o cuestionan las raíces familiares. Como ejemplos podemos citar La morada en el tiempo, de Esther Seligson (1981), Las genealogías de Margo Glantz (1981), La familia vino del norte, de Silvia Molina (1987), La flor de Lis, de Elena Poniatowska (1988), Mejor desaparece y Antes, de Carmen Boullosa (1988, 1989, respectivamente), y Como agua para chocolate, de Laura Esquivel (1989).
En Como agua para chocolate las relaciones son complejas y desarrolladas bajo signos opuestos, en ocasiones irreconciliables. El enfrentamiento fraternal y materno-filial dará paso a la búsqueda de afinidades con otras mujeres, creando nuevas genealogías cuyos mecanismos de cohesión serán, entre otros, el alma creadora, las ansias de libertad, la primacía de las pulsiones, la ruptura con la tradición y la resemantización de la maternidad. Aparece una fuerte rivalidad entre hermanas, el choque fraternal queda signado en la relación entre Rosaura y Tita, metaforizada en el contacto «del agua en aceite hirviendo». Desde niñas muestran naturalezas diferentes: Tita hace de la cocina su universo propio, su lugar de juegos y su modo de vida, mientras que Rosaura no tiene sazón, es torpe para cocinar y melindrosa para comer. Pero será en su juventud cuando estas diferencias se acentúen y culminen con la traición de Rosaura al casarse con el novio de su hermana. De ahí nació la aversión de Nacha para con Rosaura y la rivalidad entre las dos hermanas, que culminaba con esa boda en la que Rosaura se casaba con el hombre que Tita amaba.
Sin embargo, no siempre Rosaura y Tita fueron rivales, y por ello Tita recuerda con nostalgia los años de su infancia cuando aún no tenían que disputarse el amor de un hombre y ella ignoraba todavía que le estaba prohibido el matrimonio.
Si los vínculos entre hermanas se ven debilitados, el lazo con la madre de estas mujeres se rompió con el corte del cordón umbilical; la relación de su protagonista, Tita, con su madre biológica, Mamá Elena, queda inscrita en términos de matrofobia. Mamá Elena es el prototipo de mater dolorosa, castrada y castradora, en la que pervive la ley del patriarcado, pues es guardiana del derecho paterno. Concibe a la mujer como un ser dependiente, obediente y sumiso, tal y como ha sido considerada por los hombres a lo largo de la historia. El único lazo vinculante con su hija Tita es una obsoleta ley que se transmite a las hijas menores de su familia (con lo que los varones quedan milagrosamente excluidos) a las que se les priva de su derecho al matrimonio para cuidar de su madre hasta que muera. La relación materno-filial entre Tita y su madre queda cercenada desde el nacimiento de la hija y se materializa en la incapacidad de Mamá Elena para alimentar a Tita. Aún más: esta madre se caracteriza por su capacidad destructiva, aniquiladora: indudablemente, tratándose de partir, desmantelar, desmembrar, desolar, destetar, desjarretar, desbaratar o desmadrar algo, Mamá Elena era una maestra.
Mamá Elena se alza como arquetipo de la madre devoradora por el efecto retroactivo del consumo que de ella se hace en su vientre. Su presencia genera temor, simbolizado en un aliento gélido capaz de extinguir la llama de los corazones de quienes la rodean. Esta autoridad devastadora se concreta sobre todo en su relación con Tita (y de forma ancilar con Gertrudis). Todas las actividades que Tita ejerce son criticadas por su madre, aunque éstas rocen la perfección, para Mamá Elena la comida tiene demasiada sal o está insípida, la ropa está arrugada o el agua del baño no está lo suficientemente caliente. Por su parte, Rosaura es heredera del orden atávico instaurado por la tradición y reproduce la actitud de Mamá Elena; pertenece, como ella, a la saga de mujeres frustradas y oprimidas que se preocupan más por aparentar que por vivir: Y mira, a mí me tiene muy sin cuidado si tú y Pedro se van al infierno por andarse besuqueando por todos los rincones [...] mientras nadie se entere, a mí no me importa.
Así, pretende perpetuar una tradición familiar en su hija Esperanza pero al igual que Mamá Elena, su falta de leche materna rompe el lazo genealógico con la hija, acabando así con el reino de estas madres demonizadas.
Por su parte, Tita asume su maternidad de un modo simbólico. Su castigo por mantener relaciones adúlteras con Pedro es un embarazo psicológico y la renuncia a ser madre. Por esta razón ella explora la maternidad a través de Roberto y Esperanza, hijos de su hermana Rosaura. La relación principal que establece en estos términos es la de ayudar a generar vida y sobre todo alimentar. Recordemos cómo colabora en el parto de Roberto, auspiciado por los consejos del espíritu de Nacha: ... el oscuro túnel de un momento a otro se transformó por completo en un río rojo, un volcán impetuoso, en un desgarramiento de papel. La carne de su hermana se abría para dar paso a la vida. Tita no olvidaría nunca ese sonido ni la imagen de la cabeza de su sobrino [...] a Tita le pareció la más hermosa de todas las que había visto en su vida.
Esta descripción del parto en términos físicos y a la vez sublimes es propia de la concepción mítica de la maternidad por parte de algunas narradoras hispanoamericanas.
La alimentación de Roberto y Esperanza transforman a Tita en una diosa portadora de vida, personificación de Ceres, pero también en una Virgen morena (como la guadalupana) capaz de transmutar sus acendrados senos en fuente inagotable de leche, en un cuadro maternal de tintes divinos donde ella, Roberto y Pedro son los protagonistas.
La reconciliación de estas mujeres con su propia maternidad les permite fundar una estirpe nueva que les sirve para recuperar una memoria colectiva y construir a su vez una subjetividad propia. Esta matriz simbólica comienza en Como agua para chocolate en la cocina, tradicionalmente vinculada al sexo femenino, que se resemantiza como espacio uterino de calidez y protección, en el que se guisa, se amamanta, se teje, se pare, se escribe, en definitiva, se crea. Nacha, la cocinera india, es la diosa de este recinto sagrado. En ella conviven generaciones de tradición y sabiduría del mundo prehispánico. Nacha, como madre nutricia, a diferencia de mamá Elena, se encarga de la alimentación de Tita a base de «atoles y tés» y también introduciéndola en la gastronomía prehispánica (Tita comía jumiles, gusanos de maguey, acosiles, tepezcuintle, armadillo, etc.). En este sentido, la figura de Nacha se aproxima a lo que Melanie Klein ha llamado «Dios Madre», una especie de diosa omnipotente, proveedora generosa de amor, alimento y plenitud, pero también a la imagen de Tenantzin-Guadalupe. La voz de esta madre resuena en el corazón de Tita, cuando su espíritu indica cómo ayudar a Rosaura en el parto o le dicta la receta prehispánica de codornices con pétalos de rosas. Esta voz, que proviene de las capas más profundas de la psique donde anida la irracionalidad, representa un modo de liberación, la exaltación de la vida. Se concreta en el diario-recetario que Tita escribe, donde se funden al mismo tiempo la heredad cultural de la india (sus recetas y consejos) y la historia personal de Tita. En oposición surgen las numerosas afonías y silenciamientos a los que Mamá Elena ha sometido a Tita y por extensión, el patriarcado al sexo femenino.
A Tita no se le permite cuestionar una orden, replicar o llorar por la muerte de Roberto. Como consecuencia, enmudece y regresa a un estado prelógico inconsciente; cae a la orden imaginaria, en términos lacanianos. La recuperación de la voz viene de mano de otra madre simbólica, John (figura por demás feminizada) que hace re-nacer a Tita con sus cálidas palabras y con su amor, y del alimento (el caldo de colita de res que Chencha le su ministra), materia consustancial a la madre. Esta nueva voz de Tita alcanza diferentes tesituras: voz como grito, aullido, exclamación, premonición o maldición. Como apunta Tina Escaja, la palabra que enuncia Tita tiene un poder demiúrgico y alquímico, pues los deseos que pronuncia así como las maldiciones que conjura poseen el don maravilloso de cumplirse: la petición ante el muñeco del roscón de reyes de que su madre deje de atormentarla o de que venga Gertrudis se realizan ya que su madre muere y la hija pródiga vuelve a la hacienda; el deseo de que a su hermana se le agusanaran las palabras y pudrieran en el estómago se cumple cuando Rosaura muere de «congestión estomacal aguda»; el exorcismo del fantasma de Mamá Elena surte efecto al gritar Tita que la odia: «Tita pronunció las palabras mágicas para hacer desaparecer al fantasma de Mamá Elena para siempre».
El encuentro con el cuerpo de la madre a su vez determina el conocimiento del propio cuerpo y de lo pulsional. Es en la cocina donde la exploración corporal se convierte en apoteosis, baste recordar los momentos en que Tita se disuelve en la comida a través de sus fluidos (sangre untada en pétalos de rosas, lágrimas vertidas sobre un pastel), y penetra en el cuerpo de Pedro cuando éste degusta sus platillos. La aparición de fenómenos específicamente femeninos como la menstruación, el parto o la lactancia y las relaciones sexuales forman parte del proceso de autoconocimiento que se gesta en Tita, hiperbolizado en un orgasmo cósmico final que la transporta al edén perdido. No sólo Nacha y Tita conforman esta saga femenina puesto que en la novela aparecen más mujeres movidas por pasiones comunes, como el conocimiento, el erotismo y la libertad; se trata de Gertrudis, Luz del Amanecer y Esperanza. La primera de ellas, Gertrudis, es hija bastarda y de sangre mestiza. Canaliza toda su energía libidinal a través del erotismo, y es quien ejerce con mayor explicitud su actitud subversiva. Prostituta, soldadera, generala, entronca con una rama femenina que históricamente existió en el México de comienzos del siglo XX. Se trata de mujeres aguerridas que lucharon por la causa revolucionaria al lado de sus compañeros. La famosa Adelita, Valentina, «La Cucaracha» o María Arias Bernal, «María Pistolas» son los nombres más populares de este tipo de soldadera, a caballo entre el mito y la historia. La función de Gertrudis en la novela es la de hacer de mediadora de los amores entre Tita y Pedro.
Gertrudis además, revela a Pedro el supuesto embarazo de Tita, persuade a ésta sobre métodos anticonceptivos y es en su cama donde los amantes consuman su amor. Por su parte, Luz del Amanecer, al igual que Nacha, es una Madre primigenia en la que convive la síntesis de lo mágico y ancestral. Pero el eslabón de esta cadena que más similitudes guarda con Tita es Esperanza (nombre de alto contenido simbólico); en ella culmina el programa de liberación femenina que comienza con su tía Tita; no es casualidad que una serie de coincidencias las unan (mismos gustos culinarios, partos prematuros, llanto en el interior del vientre materno clamando por salir) y de este modo, la genealogía se cierra como empieza, con la salvedad de que esta mujer lleva las riendas de su propia vida.
Hemos asistido al proceso de reconstrucción del sujeto femenino en dos novelas contemporáneas de habla hispana; el trazado de un entramado simbólico o la reinterpretación de hechos como la maternidad, la relación de la mujer con su propio cuerpo y la rehabilitación de su voz nos permiten afirmar que María Magdalena González de Alcántara y Josefa de la Garza se han logrado desasir del lastre paterno para pasar simplemente como Malena o Tita al árbol genealógico de nuestra memoria.


2 comentarios:

Gloria dijo...

Excelente crítica. La envidio.
Sintoniza los análisis y los sentires que desde el libro se despiertan.

Anónimo dijo...

Es una de las mejores críticas literarias que he leido por internet en mucho tiempo!Enhorabuena!, además me ha ayudado muchísimo para entender mejor la fuerza del destino en el libro.Graciass :)