domingo, 20 de abril de 2008

Crítica: "Drácula", Bram Stoker. 3º Medio



DRÁCULA: EL ESPEJO EN LA SOMBRA


Rafael Marín


1. Drácula: existencia o vacío

Al menos en lengua inglesa, Drácula, la novela de Bram Stoker, es después de la Biblia el libro más vendido y leído de todos los tiempos. Si la publicidad continuada de la Iglesia ("hasta Dios necesita campanas") podría explicar a los no-creyentes la vigencia del libro de libros, no cabe duda de que el impulso cinematográfico y la morbosa fascinación que desprende la figura del vampiro rumano dan buenas razones a ese lugar en el ranking de las preferencias lectoras. ¿Justifica la obra de Stoker esa supuesta preminencia por encima de autores de valía mucho más reconocida? Obviamente no, pero algo tendrá el agua cuando la bendicen...
Un acercamiento a la novela de Bram Stoker supone hoy, de entrada, un reto imposible: la incapacidad de desprenderse de todo el poso de información, a menudo contradictoria, de prejuicios y de conocimientos a priori sobre lo que en las páginas del libro vaya a encontrarse. Drácula es ya una franquicia, un personaje carcomido por la sobreexposición al sol de la industria cinematográfica, de los comics, del merchandising, un icono infantil en ocasiones, patético más que trágico, meloso en lugar de salvaje. Sin embargo, el Drácula literario y la historia que de él se da cuenta son algo muy diferente, en ocasiones no necesariamente superior a las sucesivas capas de maquillaje que el correr de las décadas le ha ido prestando.
Nunca el cine, por ejemplo, ha sabido adaptar la novela a imágenes, quizás porque la novela sea, de entrada, inadaptable. Más que eso, inexplicable. El vampiro es inaprensible, un ser pesadillesco que escapa a los cánones sociales y biológicos de los seres humanos, un fantasma del subconsciente quizás, o una fuerza del mal en la sombra. La estructura narrativa de la, en ocasiones, confusa novela de Bram Stoker y su multiplicidad de puntos de vista no sirve, empero, para dotar a sus personajes humanos, ni a su protagonista no-muerto, de verdaderas motivaciones. Los humanos adolecen en su mayor parte de carisma, enquistados en su labor de protección de un mundo caduco que, como el propio vampiro, se enfrenta a cambios que no podrán ser contenidos por más tiempo[1]. El vampiro carece de motivaciones cognoscibles, en parte porque no está sujeto a ninguno de esos cánones físicos, morales y sociales; en parte porque, de entre todas las voces que se turnan en la novela para contar su experiencia sobrenatural al enfrentarse a la oscuridad, él es (junto con el desclasado y enloquecido Renfield) el único que no tiene voz propia con la que expresarse, justificarse o defenderse.
Dicho de otra manera: Drácula no existe. No tiene forma físico-literaria apreciable. No nos lega por su mano posteridad alguna de la que se revele testigo. Es una sombra en las sombras, pese a que el vampiro carezca de ella (y quizá en eso acertara Murnau al convertir a su apócrifo Orlok en una mancha geométrica contra el físico imposible de su castillo). Cierto: se nos da una descripción física de su persona (asimilable a los rasgos del actor Sir Henry Irving, en efecto), pero es únicamente el personaje de Jonathan Harker, en su viaje a los infiernos en el castillo, quien conoce o cree reconocer la corporeidad del supuesto vampiro[2] , y toda nueva descripción física del Conde pasa por sus ojos, que influyen en la percepción de los demás, como influye la lectura de su diario para explicar a los doctores el misterioso mal que aqueja a Lucy[3].
Todas las demás víctimas de Drácula son inconscientes de su presencia: Lucy Westenra es vampirizada, sometida y devuelta a la no-vida sin que ella misma sea partícipe voluntaria en los juegos de seducción y consumición del vampiro ni haya visto a la sombra que la visita por las noches, y lo mismo puede decirse de los tripulantes del Demeter, o de la propia Mina Murray, protagonista del más extraño menage-a-trois que se recuerda cuando el Conde la visita en su cama y la fuerza a una alegórica felación mientras, a su lado, su marido Jonathan duerme. Más adelante, en la implacable caza de los cuatro humanos contra el vampiro, apenas hay tiempo para describir la fisicidad del villano, y hasta en algún momento el aterrorizado doctor Seward es capaz (¿por error de Stoker?) de describir la cicatriz de su frente cuando el Conde está de espaldas. Para remate, Drácula se desintegra con un rapidísimo golpe de efecto en la escena final, sin dejar ninguna huella de su rastro, ninguna prueba de su existencia, como reconocen Harker y sobre todo Van Helsing, negando su caracter científico, en la edulcorada addenda de la historia: "¡No queremos pruebas; no le pedimos a nadie que nos crea!"
Drácula está por encima de la explicación racional que a lo largo del libro pretende vanamente Van Helsing, quien pasa de ser un científico cuya rudeza se expresa a la perfección en su torpe dominio del inglés oral y escrito a convertirse paulatinamente en un médico-brujo[4], y tan sólo la locura de Renfield parece comprender quién o qué supone su existencia. Pero Renfield no se explica de manera coherente, porque no tiene voz literaria tampoco, no hay grabación ni diario desde donde pueda expresar su delirio: sólo podemos dar crédito al análisis que pretende hacer de su locura el doctor Seward, que tampoco lo entiende. En ningún momento "vemos" que Drácula y el pobre loco recluido en el manicomio se hayan encontrado jamás, y hasta es posible que la sumisión hacia el vampiro que Renfield reclama hasta su muerte sea un efecto secundario de su locura: Renfield siente la presencia de Drácula, pues sus sentidos no son los sentidos constreñidos y materialistas de los demás enemigos del vampiro. Renfield es un pararrayos psíquico que cataliza la presencia del no-muerto por su propia locura, que aumenta y empeora según Drácula esté cerca o lejos.

2. Las motivaciones del monstruo

¿Qué pretende Drácula? ¿Qué plan persigue? Olvidemos por una vez las explicaciones de las diversas versiones teatrales y cinematográficas. Ciñéndonos al texto de Stoker, cualquier explicación de sus caprichos, ansias y deseos viene dada por las elucubraciones que sobre la existencia y la presencia del Conde hacen Seward, Harker, Mina o Van Helsing. Pero jamás sabremos por qué Drácula va a Londres en realidad, por qué se encapricha de Lucy primero y de Mina más tarde de forma tan obcecada e infantil (el propio Van Helsing llega a decir que Drácula está experimentando como un niño), por qué se bate en tan desordenada retirada en vez de esperar a que pase el temporal de su caza y continuar alimentándose (si es que eso hace) del bullicio y la vida del Londres moderno por el que ha cambiado su hogar en los Cárpatos. Y sin embargo, es su presencia (¿su existencia?) lo que provoca una serie de acontecimientos que cambian profundamente las vidas (y las muertes) de los personajes que participan de su drama.
Drácula se nutre de los jóvenes, según parece, pero a su paso los viejos se marchitan y mueren: la madre de Lucy, el padre de Arthur, el viejo marinero. Drácula sale de caza para alimentar sus esposas (si esposas son: quien nombra esa categoría es nuevamente Harker, y Van Helsing lo acepta luego, compartiendo con él la seducción que emanan las vampiras), pero no hay constancia de que él se alimente de los bebés que rapta: en Inglaterra, es la vampira Lucy quien siembra el desconcierto en sus ataques a los niños, y a un niño lleva en brazos cuando es sorprendida por Van Helsing y compañía al regresar a su tumba. Si, como se ha querido ver con acierto, Drácula supone la sublimación sexual, la infección que propaga en las mujeres que encuentra (pues los hombres quedan escrupulosamente al margen, marineros del Demeter aparte, que de cualquier forma no se vampirizan) provoca en éstas no sólo un lánguido deseo de placer, sino una insoportable y confusa necesidad de maternidad. O quizás esa sea la motivación principal del vampiro: reproducirse, capacidad que al estar ya muerto le queda biológicamente vedada[5].
El revulsivo que Drácula provoca entre las víctimas que pretenden hacerlo víctima a su vez, como forma de restaurar el status quo perdido, despierta en cada uno de ellos las cualidades contrarias de lo que son, convirtiéndolos en una especie de trasuntos de Mister Hyde, el reverso tenebroso del puritanismo victoriano que tan magistralmente describiera Stevenson, dejando para la posteridad el tercer gran icono de la literatura popular victoriana. Drácula es un espejo donde la sociedad y los personajes son obligados a mirarse, para así verse deformes: Jonathan Harker pierde la apostura, la masculinidad y la juventud, que sólo recuperará cuando logre decapitar (si eso hace) al vampiro que se las ha robado, junto con el orden que imperaba en su vida, cronometrada como los horarios de tren a los que tan aficionado es, y no menos importante entre sus pérdidas se cuenta el robo que Drácula hace, ante sus narices, de la virtud de su propia esposa. Van Helsing, ya lo hemos dicho, pasa de ser un cientifista materialista a convertirse en experto en ocultismos y artes arcanas que continuamente saca de la manga nuevas informaciones sobre el vampirismo como si las improvisara o inventara sobre la marcha. El doctor Seward, en vez de curar, dará a sus bisturíes un uso de carnicero que provocará el espanto de la semi-poseída Lucy. Las mujeres despertarán al sexo y se convertirán en monstruos voluptuosos sedientos de placer que aterrorizarán con su emancipación a los hombres[6]. Quincey P. Morris, teóricamente el vaquero heroico armado de un cuchillo bowie, se revelará como un torpe y zafio patán y será, a la postre, el único cazavampiros que encuentre la muerte[7]. Y el honorable Arthur Holmwood, Lord Godalming, asistirá con impotencia de petrimetre, en contradicción con la glorificación reverenciosa que Seward (¿y Stoker?) le confieren dado su título de nobleza, a la pérdida de su padre y de su futura esposa, quien antes habrá pasado por la sangre no sólo de Drácula, sino de sus cuatro compañeros de fatigas, en enfermiza y morbosa alusión a la poliandria, o cómo convertir las transfusiones sanguíneas en escandaloso precedente de los gang-bang de nuestro tiempo.
Una vez instalado en Londres, Drácula fuerza a salir a la luz las bajas pasiones o mejor las cualidades negativas celosamente ocultas de quienes prefieren verse a sí mismos como adalides de un mundo perfecto en su sistema de clases y su optimista visión del progreso, entendido éste paradójicamente como estancamiento social, impermeable a la llegada de otras culturas (y en cierto sentido la novela es una reacción a la moda orientalista imperante en la Inglaterra victoriana, donde se permite a la burguesía inglesa visitar como turistas románticos Oriente y sus misterios[8], pero se veda a la nobleza oriental la posibilidad de mezclarse[9], siquiera vampíricamente, con el orden imperial de la raza blanca; de sus páginas no sólo rezuman fluidos corporales, sino bastante xenofobia). Drácula no supone únicamente el temor a la inversión de la Commonwealth establecida por la Pax Victoriana (y en ese aspecto Stoker casi podría haber sido un visionario que atisba los efectos de la caída del imperio cincuenta años antes de que ésta se produzca con la descolonización), sino también la amenaza de la suplantación. Las principales víctimas del vampiro no son las mujeres a las que seduce o mata. Contra quien descarga su más cruel ataque es Jonathan Harker, a quien despoja de su personalidad, su esposa, su vigor... ¿y hasta su cuerpo?

3. Drácula/Harker: un conflicto jánico

El libro está lleno de escenas que bordean el surrealismo, desde la improbable terapia de baños de agua hirviendo y transfusiones sanguíneas sin rechazo, hasta la mencionada escena de cama-a-tres, pasando por la brusquedad de Van Helsing, casi cómica en ocasiones, el morboso retardamiento en eliminar a la vampira Lucy una vez que ya la han visto regresar a su tumba[10], los golpes de efecto cuasi-teatrales en la presentación del Conde (el pelo en la palma de las manos, la manera en que repta descalzo y boca abajo por las paredes del castillo), y sobre todo la magnífica escena en que Drácula roba a Jonathan Harker su ropa y, disfrazado como él, secuestra a un nuevo recién nacido para entregarlo a sus concubinas. La escena en que la madre desesperada acude al castillo y acusa a Jonathan desde el foso, confundiéndolo con Drácula, es uno de los momentos más escalofriantes de la historia y es de extrañar que nunca haya sido reflejada en el cine.
¿Para qué necesita Drácula hacerse pasar por otro hombre en sus propios dominios? ¿Es que nunca hasta la llegada de Harker ha secuestrado bebés con su propia forma y de ahí la confusión de la desdichada madre[11]? ¿Para qué quiere Drácula a Jonathan Harker, a quien no muerde ni vampiriza pero cuya posesión ("¡Ese hombre me pertenece!") disputa a las vampiras? Drácula insiste en que el joven abogado permanezca un mes con él en el castillo, para aprender el idioma inglés y los usos y costumbres de su país, anteponiendo esa tarea a su vampirización: sólo cuando Drácula haya acabado su trabajo con él, dice, podrán sus concubinas "besarlo". ¿No podría ser que durante ese tiempo lo estuviera además copiando, haciendo una especie de doppelganger de su invitado a la fuerza, convirtiéndose en su sombra, su espejo? El propio Harker llega a comentar los progresos que el Conde hace en su aprendizaje, y hasta declara que "habría sido un maravilloso pasante". Una de las motivaciones de éste parecer ser poder desenvolverse como abogado en una firma. Jonathan no es descrito nunca físicamente tampoco, y quizá el vampiro no se refleja en los espejos porque carece en efecto de cuerpo, y Jonathan se ahorra así (o no quiere ver) que el Conde se está convirtiendo en sí mismo[12]. También a esa usurpación de personalidad puede deberse la transformación de viejo a joven que Drácula experimenta, mientras que Jonathan encanece y avejenta, como si fuera el trasunto humano de El retrato de Dorian Grey[13]; la fijación que hacia Mina siente el vampiro (pues a fin de cuentas se trata de la amada del hombre al que suplanta), o el nuevo detalle surrealista: Jonathan y Mina comparten una afición un tanto absurda por los horarios de trenes, y la segunda noche de su estancia en el castillo Harker descubre a Drácula leyendo... la Guía Bradshaw de ferrocarriles ingleses. Ambos hombres comparten además una clara fijación por el dinero: Drácula se nutre de los tesoros desenterrados con la ayuda de los fuegos fatuos que afloran de las tumbas en la noche de San Jorge; Jonathan aspira a subir en el escalafón social, y ve su viaje a Transylvania como un peldaño en su carrera. En su prohibido deambular por el castillo, Jonathan se entretendrá robando monedas antiguas, mientras que en Londres, acorralado por los cazavampiros, Drácula se entretendrá a su vez, en plena huida, en recoger las monedas que han caído al suelo antes de escapar de un salto. Drácula pretende trabajar en Londres "en asuntos de leyes con mi otro amigo, Peter Hawkins"... )en el mismo puesto de Jonathan? Y recuérdese que el cochero que recoge a Jonathan en el paso del Borgo parece ser el Conde mismo... en otro cuerpo. Si según Van Helsing el vampiro puede adoptar formas de distintos animales o de niebla... ¿por qué no también la de otros hombres?
A pesar de que el libro de Stoker sienta las bases de lo que es el vampiro moderno, o al menos la pizarra sobre la que Hollywood escribiría el cánon vampírico antes de que los juegos de rol y las afeminadas versiones de Anne Rice llevaran al mito folklórico hacia otros derroteros, no existe constancia de que Drácula sea, en efecto, un vampiro. No cumple, o no lo vemos cumplir, muchas de las condiciones que Van Helsing apunta como características de su especie. Nunca se le ve directamente beber sangre (es Mina quien bebe la de él en la ceremonia de matrimonio-bautizo), no muere empalado por una estaca, después de muerto no le introducen rosas en la boca... Drácula parece más bien un creador de vampiros, el propagador de una enfermedad que no tiene por qué sufrir todos y cada uno de sus síntomas. En ese sentido, Drácula también permanece en la sombra, incomprensible, más allá de los deseos de Van Helsing por reducir a ciencia lo que no puede explicar racionalmente. El rey de los vampiros es... otra cosa, más cercano a la idea de un ángel caído, violento y amoral, energía negativa impura, niño caprichoso, anciano mefistofélico y chocho empeñado en reverdecer viejas glorias familiares y/o propias[14].

4. Moral victoriana, psicoanálisis y (D)efectos escénicos

La inaprensibilidad de Dracula supone precisamente la fascinación de su esencia, lo que justifica la supervivencia de una novela que, aun siendo imposible de adaptar a otros medios, parece pensada como una obra de teatro: Un primer acto (la aventura en Transylvania) que, dentro del corpus del libro, es el más atrayente e impactante y quizá el que debería haber sido incluido, en el correr de la novela, en el momento en que Mina descubre el diario de Jonathan y lo transcribe[15], pues en contraste con el anticlimax de toda la parte inglesa, ese principio resulta demasiado perfecto, demasiado intrigante, demasiado lleno de altas pasiones y revela demasiado sobre el misterio del Conde (siendo éste un libro donde, incluso hasta el final, nada del Conde sabremos), con momentos claramente teatrales: puertas que se abren y se cierran, personajes que hacen mutis y vuelven poco después, momentos sorpresivos como los aullidos de los lobos, la aparición de las vampiras, Drácula sobresaltando a Harker mientras se afeita, el espejo eliminado, el vampiro reptando como un lagarto por los muros (y recuérdese que, constreñido por el espacio escénico, Harker no puede salir del castillo como en el teatro no se pueden mostrar exteriores). A ese primer acto sigue todo el episodio de la enfermedad de Lucy, la acumulación algo morosa de misterios que los personajes del libro no conocen pero el lector intuye ya, después de haber leído las páginas del diario de Jonathan[16], un segundo acto que alterna las escenas de reclusión (el manicomio, la mansión de Lucy, típicas de la claustrofobia teatral) con algún esporádico momento de "aireo" (el lobo del zoo, los paseos por los acantilados, etc). El desenlace, en la más pura tradición operística, nos muestra la persecución contra reloj de los cabales varones victorianos contra el usurpador vampiro y revalida las influencias teatrales de Stoker[17] con la fugaz muerte de un Drácula y una rapidísima desaparición que bien podrían imaginarse como un truco de bambalinas[18]: terminada la narración (ingenua o torpemente, Stoker hace que el último "capítulo" de la obra esté escrito por Mina, descubriendo antes de tiempo que va a ser salvada de su predicamento y va a tener tiempo de teclear su historia), casi parece que cae el telón sobre el drama y que los actores van a volverse a recibir la ovación del público[19]. Drácula supone los miedos de Stoker, de la sociedad victoriana toda, y también sus anhelos y admiraciones, la mezcla de influencias contrarias que marcaron su vida: la atracción por lo prohibido, la prohibición de lo atractivo, la sumisión mental, la insuficiencia física[20], la impotencia vital. No es difícil deducir que Henry Irving "posó" en la mente del escritor para encarnar al vampiro, y la extraña sumisión que unió a Stoker con el actor es reminiscente a la vivida entre Harker y Drácula: el orgullo, la vanidad desmesurada, su frialdad, sus constantes idas y venidas inexplicables, incluso el desprecio hacia la modesta obra literaria de su secretario podrían haber sido reflejadas en la escena en que Drácula desprecia los diarios taquigráficos de Harker, porque no los entiende. En esa situación de absoluta admiración, casi rayana en lo servil, de Stoker hacia Irving quizás podría encontrarse la explicación al surrealismo inherente a algunas escenas de la novela, en especial al menage-a-trois entre Drácula, Jonathan y Mina, como si Stoker fantaseara con ofrecerle su esposa[21] a su amigo[22].
Porque no puede negarse que Harker es Stoker, quien a fin de cuentas, pese a todo lo sufrido, pese a su debilidad, es el héroe romántico de la historia. Todos los miedos, imprecisiones, carencias, anhelos del joven abogado son fácilmente asimilables a un escritor sojuzgado por el gran hombre (?) al que ha consagrado su vida, desbordado por una sociedad inmovilista y a la vez llena de peligrosos cambios sociales y científicos. Cierto que el novelista comparte con Van Helsing su nombre de pila, Abraham, pero Van Helsing encarna más bien a una figura paterna, autoritaria, a un padre rudo y activo que sacude la molicie de un hijo pasivo o impedido, alguien que está en posesión de la verdad pero al que no se entiende del todo; huelga decir que el padre de Stoker se llamaba también Abraham. Van Helsing, en su rudeza católica (tan contraria al estoicismo puritano con que tantas veces lo ha representado el cine, recuérdese al gran Peter Cushing), parece sacado directamente del Rochester[23] de Charlotte Bronte, igual que Mina, la maestrita-institutriz, parece inspirada en la misma Jane Eyre: el hecho de que la joven no esté a la misma altura social de Lucy Westenra hacen pensar que se trata, como Jane Eyre, de una joven maestra que ha conocido en sus primeros años como profesional a una aventajada alumna de buena sociedad, con quien ha hecho buenas migas y con la que más tarde ha establecido una amistad, sobre todo por correspondencia. Mina no conoce en persona, por ejemplo, a los pretendientes de Lucy, y se sorprende la primera vez que ve un fonógrafo, lo que indica que su relación no es tan estrecha como nos ha querido mostrar el cine. Si Lucy tiene unos veinte años, no es descabellado suponer que Mina debe tener algunos más.
La estructura narrativa donde se mezclan diarios, notas taquigráficas, grabaciones y noticias periodísticas busca dar visos de verosimilitud a la historia que se cuenta, imbricando el elemento fantástico con la novela costumbrista y casi el documental. Fuera del campo literario, habría que remontarse al Mercury Theatre de Orson Welles y su adaptación de La Guerra de los Mundos (donde se aprovechaban los elementos narrativos de la radio y los noticiarios como puesta al día y al nuevo entorno americano de la novela de Wells) para encontrar un equivalente más o menos contemporáneo al efecto que la voz narrativa pretende sobre el lector (y tampoco sorprende que ese mismo Mercury Theatre también hiciera la versión radiofónica de la novela de Stoker, y que Orson Welles comentara a menudo que de ella podría hacerse una gran película), cubriendo con esos golpes de efecto la acumulación caótica de elementos que hacen que el libro, en ocasiones, parezca ir a la deriva, como si Stoker hubiera tratado de escribir la historia varias veces, arrancando desde diversos puntos de vista[24], acumulando notas en viajes dilatados a lo largo de los años, sin que entonces importe si las escenas calzan entre sí o se consigue un cuerpo narrativo sin fisuras. Las obsesiones enfermizas de Stoker, su gusto por las situaciones morbosas o puramente absurdas, sus tabúes personales y sus filias ideológicas e incluso sexuales, sus envidias, encuentran eco en el desorden aparentemente estilizado de sus páginas, porque también el novelista se desdobla, psicoanalizándose sin saberlo o sin proponérselo, preludiando a autores posteriores del fantástico como Lovecraft, Ballard, Moorcock o Dick. Si Bram Stoker es Jonathan Harker, sin duda también es Drácula, y a través de la sublimación sus represiones liberadas, de sus anhelos catarsizados quizá encontremos una figura en segundo plano, la del mal exterior o interno al ser humano, la criatura escapada del espejo que acecha en la sombra.

RAFAEL MARIN










1 comentario:

Anónimo dijo...

Comentario muy inteligente. Enhorabuena