viernes, 18 de abril de 2008

Crítica: Tengo miedo torero. 4º Medio


Amor y cohetes por Alvaro Bisama
Pedro Lemebel Tengo miedo torero. Santiago, Seix Barral 2000.

LA IMAGEN QUE MEJOR representa a Tengo miedo torero, la primera novela de Pedro Lemebel es la de una bazooka travestida como florero. Dicha imagen no es sólo una muestra de la hibridez de la que el libro hace gala en cada momento sino también una demostración de la relación entre deseo y resistencia, la espina dorsal que se arma por un lado para contar una historia de amor más o menos clásica, y por otro como la crónica de una sobrevivencia anunciada que nos pena hasta el día de hoy.
Su autor no necesita presentaciones. Durante la década pasada pasó de ser un cronista marginal a potenciar su voz como una de las pocas disidencias autorizadas en un medio que privilegia al periodismo como sinónimo de relaciones públicas y al narrador como un tipo que con suerte puede posar con Skármeta en alguna temporada del Show de los Libros. Los últimos años lo han convertido en una especie de icono de lo políticamente correcto, aunque el mismo se empeñe en negarlo. Alguien que puede ser cooptado por el mercado, los grandes trust editoriales y, literatura mediante -unos poderosos libros de crónicas sobre el travestismo, la cultura popular y la memoria- , sin perder un ápice de credibilidad: fue entrevistado por Carcuro, apoyó a Gladys Marín y en España lo publicó Anagrama en la misma colección con que edita a Bukowski.
Tengo miedo torero se adapta a tal imagen al presentar una obra pretendidamente contracultural, pero que hace los guiños a la galería desde la primera palabra. Un texto donde el barroco satírico termina siendo cool. Una historia rosa en todos los sentidos del término, con los ingredientes justos para darle una sazón alternativa: los años ochenta, Pinochet, la Radio Cooperativa, Gonzalo Cáceres, las calles de Santiago y una historia de amor que promete todo pero no llega a ninguna parte. Un cuento de hadas donde el sapo está enamorado del príncipe azul y el final feliz termina escrito en la medida de lo posible.
Y es que el autor sabe que sus lectores críticos han devenido en fans. Esta es su forma de mimarlos, de darles más de lo mismo sin hacer ningún esfuerzo desmesurado. De ahí que la obra presente sea más una concesión que un exceso, una forma de sobrelegitimar un habla ya validada por la historia reciente como una diferencia más o menos top, hecha ahora a la medida de estudiantes universitarios que buscan desesperadamente un tema para la tesis o salir de la duda sobre qué diablos significa la palabra marginalidad.
En la novela los momentos brillantes -la escena de la Loca reteniendo su mantel y con eso la dignidad, el cumpleaños a la cubana, la marcha de los familiares de los desaparecidos- no compensan la liviandad del argumento, porque su cercanía con la crónica los exhibe despegados de la historia en general, como imágenes que funcionan muy bien solas. Están enquistados en una historia clásica, desdibujados en el deseo exasperante de reescribir la memoria como una teleserie donde el villano no tiene misterio alguno. La ecuación que implica marginalidad igual resistencia (clave en su obra previa) no funciona aquí tan bien al no posibilitar el juego de espejos entre realidad/ficción. De ahí que exista una ambigüedad precaria entre una non fiction novel, el folletín y la novela del dictador. Como obra de no ficción, la reinterpretación de la historia carece del ritmo adecuado. Como novela del dictador, el tratamiento íntimo las opta por una salida simbólica (Pinochet presa del miedo, manchado en su propios excrementos) y como folletín, no hay una verdadera vuelta de tuerca al melodrama.
Sí, puede que lo anterior sean simplemente las fallas de una primera novela, del primer texto de largo aliento para alguien acostumbrado a la inmediatez del periodismo de guerrilla, pero, lamentablemente, no es lo que esperábamos de ese alguien. Mal que mal estamos hablando de un autor que había logrado mantenerse por años un par de pasos adelante por sobre el resto de sus colegas. No negaba sus raíces ni se negaba a sí mismo; y a pesar de jugar cada vez más el juego del mercado -en la contratapa se refieren al homosexual protagonista como "gay". Quien haya leído la obra de Lemebel sabe que ha evitado desde siempre tal calificación- aún no transaba con ciertas cosas. Era en cierta medida una de las pocas voces creíbles de la extraña marginalidad criolla. Había sobrevivido a los militares, a la represión sexual y estaba ahí para tirarnos las plumas a la cara y hacernos saber lo idiota, lo fútil y lo incoherente que era nuestra vida democrática. Sus crónicas eran eso, una escritura que le colocaba ritmo de bolero a la confusión mostrando el decorado rasca del éxito, la vacuidad del imaginario que nos habíamos construido; devolviéndolo como una prosa agria, sobresaturada, absolutamente personal y la mayoría de las veces hermosa. Por eso es que a Lemebel podíamos pedirle que nos sorprendiera. Ya lo había hecho antes. El horno estaba para esos bollos, pero, dando vuelta el refrán, aquí al pan le faltó cocción.
Tengo miedo torero se sostiene entonces por el solo hecho de que puede jugar a la evocación y dar imágenes memorables. Como novela, su virtud está justamente en la crónica, en dotar de epifanías al gesto privado, igualando dignidad con redención. Y eso lo logra sólo en momentos puntuales. El tono rosa acá, lamentablemente no traviste nada. Hacia el final el narrador no logra sintonizar del todo con la tensión que implica el desenlace y la reversión de los códigos (políticos y sexuales) no problematiza el sentido de los arquetipos tratados (el príncipe, la princesa, el ogro y la señora del ogro, casi siempre más espantosa que él), por ende, su mensaje se abastece más de las verdades gruesas sin lograr darle una verdadera vuelta de tuerca al melodrama.
Porque sí, la sensación que queda de la lectura de Tengo miedo torero no es la imaginería de la resistencia sino el cebollín despojado de una película cuyo impacto es calculado de antemano. En los textos anteriores de Lemebel, el borde lacrimógeno estaba dotado de un encanto algo morboso y la historia nacional, contada en faldas y a lo loco. Aquí el villano sigue siendo el villano, los buenos pierden pero ganan mártires y el sapo consigue a la mala algo más que besos castos del príncipe. Aquí, el hibridaje del que el autor hacía gala en sus trabajos anteriores deviene en una tierra de nadie donde la memoria y la ficción pelean a muerte para ver quien se queda con la novela. De ahí que no bastara con esconder el rocket bajo algún paño bordado. Para que hiciera efecto, hay que pintar el cohete mismo de color rosa.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Seria buena idea que pongan algun link de alguna pagina donde salga el libro completo :)

Lenguaje y Comunicación dijo...

Lamentablemente el libro no está publicado en la red y no lo tenemos en formato digital, de ser así, ya estaría publicado. Pero no es un libro difícil de conseguir.

Gracias por tu aporte.

Anónimo dijo...

Queria exponer un pto. muy importante en esto del libro.. que la mayoría hemos comprado el libro en la fotocopiadora del liceo.. lo malo que lo sacan mal.. demasiado mal en realidad!!!
No se si sería posible que si de enterarse de esta situación para otra vez.. si en lo posible dejar una copia en la famosa FOTOCOPIDADORA VERDE!!
Solo lo expongo como una sugerencia!! :P
Chaoo! :B